Del Quórum de los Doce Apóstoles
Casi no hay un grupo en la historia por el que sienta más compasión que la que siento por los once apóstoles que quedaron inmediatamente después de la muerte del Salvador del mundo. Creo que a veces olvidamos cuán faltos de experiencia eran y lo mucho que, por necesidad, habían dependido de Jesucristo. A ellos les había dicho: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me [habéis] conocido?”1.
Pero, naturalmente, les parecía que Él no había estado con ellos el tiempo suficiente. Tres años no es suficiente para llamar a todo un Quórum de Doce Apóstoles de entre un puñado de conversos nuevos, purificarlos del error de sus costumbres, enseñarles las maravillas del evangelio de Jesucristo, y después dejarlos a que continuaran la obra hasta que ellos también fueran muertos. Un panorama sumamente abrumador para un grupo de élderes recién ordenados.
Principalmente la parte acerca de quedarse solos. En repetidas ocasiones, Jesús había tratado de decirles que Él no permanecería físicamente con ellos, pero ellos no pudieron o no quisieron comprender una idea tan dolorosa. Marcos escribe:
“…enseñaba a sus discípulos y les decía: El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán; y después de haber muerto, resucitará al tercer día.
“Pero ellos no entendían esta palabra y tenían miedo de preguntarle”2.
Entonces, después de un breve período para aprender e incluso menos tiempo para prepararse, ocurrió lo inconcebible; lo increíble fue verdad: Su Señor y Maestro, Su Consejero y Rey fue crucificado. Su ministerio mortal había terminado y la frágil pequeña Iglesia que Él había establecido parecía condenada al desdén y destinada a la extinción. Sus apóstoles lo vieron en Su estado resucitado, pero eso sólo aumentó su perplejidad. Como seguramente se habrán preguntado: “¿Y ahora qué hacemos?”; para recibir respuesta, acudieron a Pedro, el apóstol de más antigüedad.
Les pido me permitan tomar cierta libertad al hacer una descripción no basada en las Escrituras sobre esta conversación. En efecto, Pedro dijo a sus colegas: “Hermanos, han sido tres años gloriosos. Hace unos meses, ninguno de nosotros se habría imaginado los milagros que hemos visto y la divinidad que hemos disfrutado. Hemos hablado, orado y trabajado con el Hijo de Dios Mismo. Hemos caminado a Su lado y llorado con Él, y la noche de ese horrible final, nadie lloró más amargamente que yo. Pero ya pasó. Él ha terminado Su obra y Él se ha levantado de la tumba. Él ha logrado Su salvación y la nuestra. Ahora ustedes preguntan: ‘¿Y ahora qué hacemos?’ No sé qué más decirles, salvo que vuelvan a su vida anterior, con regocijo; yo intento ‘ir a pescar’”. Y por lo menos seis de los otros diez apóstoles restantes dijeron de conformidad: “Vamos nosotros también contigo”. Juan, que era uno de ellos, escribe: “Fueron y subieron en una barca”3.
Pero, lamentablemente, la pesca no era muy buena. La primera noche que pasaron en el lago, no pescaron nada, ni un solo pez. Con los primeros rayos de la alborada, volvieron la mirada decepcionados hacia la playa donde en la distancia vieron una figura que los llamó: “Hijitos, ¿han pescado algo?”. Con tristeza, esos apóstoles convertidos otra vez en pescadores dieron la respuesta que ningún pescador quiere dar: “No hemos pescado nada”, murmuraron y, para añadir leña al fuego, los estaba llamando “hijitos”4.
“Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis”5, les dice el extraño, y con esas simples palabras, empiezan a tener una idea de quién es. Hacía solo tres años, esos mismos hombres habían estado pescando en ese mismo mar. En aquella ocasión, también habían “trabajado toda la noche y nada [habían] pescado”6, dice en las Escrituras. Pero un compatriota galileo que estaba en la playa les había dicho que echaran sus redes, y sacaron “tal cantidad de peces”7, tantos que sus redes se rompieron, y llenaron dos barcas de tal manera que se empezaron a hundir.
Ahora volvía a suceder. Esos “hijitos”, como acertadamente se los llamaba, ávidamente bajaron sus redes y no las “podían sacar, por la gran cantidad de peces”8. Juan dijo lo obvio: “¡Es el Señor!”9. Y el irreprimible Pedro saltó por la orilla de la barca.
Tras una reunión llena de júbilo con el Jesús resucitado, Pedro tuvo una conversación con el Salvador que yo considero que es el momento crucial del ministerio apostólico de Pedro en forma general y ciertamente para él en lo personal, impulsando a un hombre, fuerte como la roca, a una devota vida de servicio y liderazgo. Contemplando las pequeñas barcas rotas, las redes deshilachadas y el asombroso montón de 153 peces, Jesús le dijo a Su apóstol de más antigüedad: “Pedro, ¿me amas más de lo que amas todo esto?”. Pedro dijo: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”10.
El Salvador responde a esa respuesta, pero sigue mirando a los ojos de Su discípulo y dice otra vez: “Pedro, ¿me amas?”. Sin duda un tanto confuso por la repetición de la pregunta, el gran pescador contesta por segunda vez: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”11.
El Salvador da otra vez una breve respuesta, pero con implacable escrutinio pregunta por tercera vez: “Pedro, ¿me amas?”. Para entonces Pedro de seguro se debe estar sintiendo muy incómodo. Tal vez en su corazón llevaba el recuerdo de tan sólo unos días antes cuando le habían hecho otra pregunta tres veces y él había contestado de manera igualmente enfática, pero de modo negativo. O quizás empezó a dudar si había mal entendido la pregunta del Maestro de Maestros. O tal vez meditaba en su corazón, buscando una sincera confirmación de la respuesta que había dado sin demora, casi de manera automática. Cualesquiera fueran sus sentimientos, Pedro dijo por tercera vez: “Señor… tú sabes que te amo”12.
A lo que Jesús respondió (y aquí vuelvo a reconocer mi elaboración no basada en las Escrituras), diciendo quizás algo como esto: “Entonces Pedro, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué estamos otra vez en esta misma playa, cerca de estas mismas redes, teniendo la misma conversación? ¿No fue obvio en aquel entonces y no es obvio ahora que si quiero pescar, puedo conseguir peces? Lo que necesito, Pedro, son discípulos; y los necesito para siempre. Necesito que alguien alimente mis ovejas y salve mis corderos. Necesito que alguien predique mi Evangelio y defienda mi fe. Necesito a alguien que me ame, que verdaderamente me ame, y que ame lo que nuestro Padre Celestial me ha comisionado hacer. El nuestro no es un mensaje débil; no es una tarea fugaz; no es desafortunada; no es sin esperanza; no ha de quedar olvidada en las cenizas de la historia; es la obra del Dios Todopoderoso, y ha de cambiar al mundo. De modo que, Pedro, por segunda, y supuestamente la última vez, te pido que dejes todo esto y vayas a enseñar y testificar, a trabajar y servir fielmente hasta el día en que hagan contigo exactamente lo que hicieron conmigo”.
Entonces, volviéndose a todos los apóstoles, tal vez haya dicho algo así: “¿Fueron ustedes tan insolentes como los escribas y los fariseos?, ¿como lo fueron Herodes y Pilato? ¿Pensaron ustedes, al igual que ellos, que podrían acabar con esta obra simplemente al matarme? ¿Pensaron ustedes, al igual que ellos, que la cruz, los clavos y la tumba eran el final de todo y que cada uno podía felizmente volver a ser lo que era antes?. Hijitos, ¿no les tocó el corazón mi vida y mi amor más profundamente que esto?”.
Mis queridos hermanos y hermanas, no sé exactamente cuál será nuestra experiencia el día del juicio, pero me sorprenderá mucho si en algún momento de la conversación Dios no nos pregunta exactamente lo mismo que Cristo le preguntó a Pedro: “¿Me amaste?”. Creo que Él querrá saber si, en nuestra comprensión sumamente mortal, muy inadecuada y a veces infantil de las cosas, al menos comprendimos un mandamiento, el primero y el más grande mandamiento de todos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con toda tu mente”13. Y si en ese momento podemos balbucear: “Sí Señor, tú sabes que te amo”, entonces Él quizás nos recuerde que la característica suprema del amor es siempre la lealtad.
“Si me amáis, guardad mis mandamientos”14, dijo Jesús. De modo que tenemos vecinos a quienes bendecir, niños a quienes proteger, a pobres a quienes elevar y la verdad que defender. Tenemos errores que rectificar, verdades que compartir y bienes que hacer. En una palabra, tenemos una vida de discipulado devoto que dar a fin de demostrar nuestro amor por el Señor. No podemos desistir y no podemos volver atrás. Después de un encuentro con el Hijo viviente del Dios viviente, nada volverá a ser como lo era antes. La crucifixión, la expiación y la resurrección de Jesucristo marcan el comienzo de una vida cristiana, no el final de ella. Fue esta verdad, esta realidad, lo que permitió a un grupo de pescadores galileos convertidos nuevamente en apóstoles, “sin una sola sinagoga y sin espada”15, dejar esas redes por segunda vez e ir a forjar la historia del mundo en el que ahora vivimos.
Testifico desde lo profundo de mi corazón y con toda la intensidad de mi alma a todos los que me oigan, que esas llaves apostólicas se han restaurado sobre la tierra y que se encuentran en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. A aquellos que aún no se han unido a nosotros en esta gran causa final de Cristo, les decimos: “Por favor, vengan”. A los que estuvieron una vez con nosotros pero que se han retirado, prefiriendo escoger unos cuantos bocadillos del festín de la Restauración y dejar el resto del banquete, les digo que temo que tienen por delante largas noches y redes vacías. El llamado es para que regresen, para que permanezcan fieles, amen a Dios y den una mano de ayuda. En ese llamado a la fidelidad constante incluyo a todo ex misionero que haya estado en una pila bautismal con el brazo levantado en forma de escuadra y haya dicho: “Habiendo sido comisionado de Jesucristo”16. Esa comisión debió haber cambiado a ese converso para siempre, pero se supone que debió haberlos cambiado a ustedes para siempre también. A los jóvenes de la Iglesia que pronto estarán listos para misiones, templos y el matrimonio, les decimos: “Amen a Dios y permanezcan limpios de la sangre y de los pecados de esta generación. Ustedes tienen una obra monumental que llevar a cabo que se recalcó en ese maravilloso anuncia hecho por el presidente Thomas S. Monson ayer por la mañana. Nuestro Padre Celestial espera el amor y la lealtad de ustedes en toda etapa de su vida”.
A todos los que estén al alcance de mi voz, la voz de Cristo suena a través del tiempo preguntándonos a cada uno, mientras aún hay tiempo: “¿Me amas?”. Y por cada uno de nosotros, respondo con mi honor y con mi alma: “Sí, Señor, te amamos”. Y habiendo puesto la “mano en el arado”17, nunca miraremos atrás hasta que esta obra esté terminada y que el amor hacia Dios y al prójimo prevalezca en el mundo. En el nombre de Jesucristo. Amén.
Notes
1. Juan 14:9.2. Marcos 9:31–32.
3. Juan 21:3.
4. Véase Juan 21:5.
5. Juan 21:6.
6. Lucas 5:5.
7. Lucas 5:6.
8. Juan 21:6.
9. Juan 21:7.
10. Juan 21:15.
11. Juan 21:16.
12. Juan 21:17.
13. Lucas 10:27; véase también Mateo 22:37–38.
14. Juan 14:15.
15. Frederick William Farrar, The Life of Christ, 1994, pág. 656; véase el capítulo 62 para más sobre las dificultades de esa Iglesia que se acababa de fundar.
16. Doctrina y Convenios 20:73.
17. Lucas 9:62.
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