POR EL ÉLDER ELDER BRUCE
R. MCCONKIE (1915–1985)
Del Quórum de los Doce Apóstoles
Yo siento, y el Espíritu parece concordar conmigo,
que la doctrina más importante que puedo declarar, y el testimonio más poderoso
que puedo compartir, es el del sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo.
Su expiación fue el acontecimiento de
mayor trascendencia que ha ocurrido o que jamás ocurrirá desde el alba de la
Creación a través de todas las edades de una eternidad sin fin.
Es el acto supremo de bondad y gracia
que solamente un dios podría realizar. Por medio de la Expiación, se pusieron
en vigor todos los términos y condiciones del eterno plan de salvación del
Padre.
Mediante ella, se llevan a cabo la
inmortalidad y la vida eterna del hombre, y toda la humanidad se salva de la
muerte, del infierno, del diablo y del tormento eterno.
Gracias a ella, todos los que crean
en el glorioso evangelio de Dios y lo obedezcan, todos los que sean verídicos y
fieles, y venzan al mundo, todos aquellos que sufran por Cristo y por Su
palabra, todos los que sean hostigados y azotados por la causa de Aquél a quien
pertenecemos, todos llegarán a ser como su Hacedor, se sentarán con Él en Su
trono y reinarán con Él para siempre en gloria sempiterna.
Para hablar de estas cosas
maravillosas, usaré mis propias palabras, aunque quizás crean que son de las
Escrituras, palabras pronunciadas por otros apóstoles y profetas.
Es cierto que otros las pronunciaron
antes, pero ahora son mías, pues el Santo Espíritu de Dios me ha testificado
que son verdaderas, y ahora es como si el Señor me las hubiera revelado a mí en
primera instancia; por tanto, he escuchado Su voz y conozco Su palabra.
En el Jardín de Getsemaní
Hace dos mil años, en las afueras de
Jerusalén, había un placentero jardín llamado Getsemaní adonde Cristo y sus
amigos más íntimos solían ir a meditar y a orar.
Fue allí que Cristo enseñaba a Sus
discípulos la doctrina del reino y donde todos ellos se comunicaban con el
Padre de todos nosotros, en cuyo ministerio se encontraban y a Quien servían.
Ese lugar sagrado, al igual que el
Edén que habitó Adán, al igual que el Sinaí de donde salieron las leyes de
Jehová y al igual que el Calvario, donde el Hijo de Dios dio Su vida como
rescate de muchos, esa tierra santa es el lugar donde el Hijo inmaculado del
Padre Eterno tomó sobre Sí los pecados de todos los hombres, bajo la condición
del arrepentimiento.
No sabemos, no podemos decir, ni
ninguna mente mortal puede concebir la plena importancia de lo que Cristo hizo
en Getsemaní.
Sabemos que sudó grandes gotas de
sangre de cada poro mientras bebía las heces de aquella amarga copa que Su
Padre le había dado.
Sabemos que sufrió, tanto en cuerpo
como en espíritu, más de lo que a un hombre le es posible sufrir, con excepción
de la muerte.
Sabemos que de alguna manera,
incomprensible para nosotros, ese sufrimiento satisfizo las exigencias de la
justicia, rescató las almas penitentes de los dolores y los castigos del
pecado, y puso la misericordia al alcance de aquellos que creyeran en Su santo
nombre.
Sabemos que quedó postrado en el
suelo a causa de los dolores y de la agonía de una carga infinita que lo
hicieron temblar y desear no tener que beber la amarga copa.
Sabemos que vino un ángel de las
cortes de gloria para fortalecerlo en Su tribulación, y suponemos que fue el
grandioso Miguel, quien inicialmente cayó para que el hombre fuese.
Hasta donde nos es posible juzgar,
esa agonía infinita, ese sufrimiento incomparable, continuó durante unas tres o
cuatro horas.
Su arresto, juicio y azotes
Después de eso, con el cuerpo
torturado y desfallecido, se enfrentó con Judas y los otros demonios
personificados, algunos del mismo Sanedrín; y lo llevaron preso con una soga al
cuello, cual si fuera un criminal, para ser juzgado por los archicriminales que
como judíos ocupaban el asiento de Aarón y como romanos ejercían el poder del
César.
Lo llevaron ante Anás, Caifás,
Pilato, Herodes, y de nuevo ante Pilato. Fue acusado, maldecido y golpeado; la
saliva inmunda de sus verdugos le corría por la cara, mientras los golpes
perversos debilitaban aún más Su dolorido cuerpo.
Con varas de ira le azotaron la
espalda, y la sangre surcó Sus mejillas cuando le colocaron una corona de
espinas en Su frente temblorosa.
Por encima de todo, lo azotaron
cuarenta veces menos una con un látigo de múltiples correas de cuero en las que
habían entretejido huesos afilados y metales cortantes.
Muchos morían como resultado de los
azotes, pero Él se levantó de Su sufrimiento para morir ignominiosamente sobre
la terrible cruz del Calvario.
Después, cargó Su propia cruz hasta
tropezar por el peso, el dolor y la intensa agonía.
En la cruz
Finalmente, en un cerro llamado
Calvario, que también se encontraba en las afueras de Jerusalén, mientras Sus
discípulos contemplaban con impotencia al Salvador y sentían en carne propia
una intensa agonía, los soldados romanos lo colgaron en la cruz.
Con grandes mazos le atravesaron los
pies, las manos y las muñecas con enormes clavos. Verdaderamente fue herido por
nuestras transgresiones, magullado por nuestros pecados.
Después elevaron la cruz para que
todos pudieran verlo, maldecirlo y mofarse de Él; lo cual hicieron
ponzoñosamente durante tres horas, desde las nueve de la mañana hasta el
mediodía.
Entonces los cielos se oscurecieron y
las tinieblas cubrieron la tierra durante tres horas, tal como sucedió entre
los nefitas. Se desató una gran tormenta, como si el mismo Dios de la
naturaleza estuviera agonizando.
Y en realidad así era, pues, colgado
en la cruz durante otras tres horas, desde el mediodía hasta las tres de la
tarde, volvió a vivir la agonía infinita y los dolores despiadados de
Getsemaní.
Y, por último, después de sufrir los estragos de la agonía expiatoria,
después de ganar la victoria y de haber cumplido la voluntad del Padre en todas
las cosas, dijo: “Consumado es” (Juan 19:30), y
voluntariamente entregó el espíritu.
En el mundo de los espíritus
Cuando la paz y el consuelo de una
muerte misericordiosa lo libró de las penas y los pesares de la mortalidad,
entró en el paraíso de Dios.
Después de haber entregado Su alma
como ofrenda por el pecado, estaba preparado para ver a Su linaje, según la
palabra mesiánica.
Éste, que incluía a todos los santos
profetas y los santos fieles de épocas pasadas; éste, que abarcaba a todos los
que habían tomado sobre sí Su nombre y quienes, habiendo nacido espiritualmente
de Él, se habían convertido en Sus hijos e hijas, tal como sucede con nosotros;
todos ellos se hallaban congregados en el mundo de los espíritus para ver Su
rostro y escuchar Su voz.
Después de aproximadamente treinta y
ocho o cuarenta horas —tres días según la medida de los judíos— nuestro bendito
Señor llegó a la tumba del arimateo, en donde Nicodemo y José de Arimatea
habían colocado Su cuerpo parcialmente embalsamado.
Su resurrección
Luego, de una manera incomprensible
para nosotros, Él volvió a tomar ese cuerpo que aún no había experimentado
corrupción y se levantó en esa gloriosa inmortalidad que lo hacía semejante a
Su Padre resucitado.
Entonces recibió todo el poder del
cielo y de la tierra, obtuvo la exaltación eterna, se apareció a María
Magdalena y a muchos más, y ascendió a los cielos para sentarse a la diestra de
Dios el Padre Todopoderoso para reinar para siempre en gloria eterna.
Su resurrección de entre los muertos
al tercer día fue la culminación de la Expiación. De nuevo, en una manera
incomprensible para nosotros, los efectos de esa resurrección llegan a todos
los hombres, de manera que todos se levantarán de la tumba.
Así como Adán trajo la muerte, Cristo
trajo la vida; así como Adán es el padre de la mortalidad, Cristo es el Padre
de la inmortalidad.
Y sin ambas, la mortalidad y la
inmortalidad, los hombres no pueden labrar su salvación y ascender a aquellas
cumbres más allá de los cielos en donde los dioses y los ángeles moran para
siempre en gloria eterna.
Un conocimiento de la Expiación
Ahora bien, la expiación de Cristo es
la doctrina más básica y fundamental del Evangelio; y de todas las verdades
reveladas, es la que menos comprendemos.
La mayoría de nosotros tenemos un
conocimiento superficial y dependemos de la bondad del Señor para ayudarnos a
superar las tribulaciones y los peligros de la vida.
Pero si hemos de tener la fe de Enoc
y de Elías, debemos creer lo que ellos creyeron, saber lo que sabían y vivir
como vivieron.
Quisiera invitarlos a unirse conmigo
para obtener un conocimiento firme y verídico de la Expiación.
Debemos dejar a un lado las
filosofías de los hombres y el conocimiento de los sabios y dar oído a ese
Espíritu que se nos da para guiarnos a toda verdad.
Debemos escudriñar las Escrituras y
aceptarlas como la voluntad y la voz del Señor y el poder mismo de Dios para
obtener la salvación.
Al leer, meditar y orar sobre estas
cosas, nuestra mente percibirá una visión de los tres jardines de Dios: el de Edén,
el de Getsemaní y el del sepulcro vacío en donde Cristo se le apareció a María
Magdalena.
La Creación, la Caída y la Expiación
En el Edén veremos todas las
creaciones en su estado paradisíaco: sin muerte, sin procreación, sin
experiencias probatorias.
Llegaremos a saber que esa creación,
ahora desconocida para el hombre, era el único medio que daría lugar a la
Caída.
Veremos entonces a Adán y a Eva, el
primer hombre y la primera mujer, descender de su estado de gloria inmortal y
paradisíaca para convertirse en la primera carne mortal sobre la tierra.
La mortalidad, que incluye la
procreación y la muerte, entrará al mundo; y a causa de la transgresión, dará
comienzo un estado probatorio de tribulación y prueba.
Después, en el Getsemaní, veremos al
Hijo de Dios rescatar al hombre de la muerte temporal y espiritual que recibió
como consecuencia de la Caída.
Y finalmente, ante un sepulcro vacío,
llegaremos a saber que Cristo nuestro Señor ha roto las ligaduras de la muerte
y reina para siempre triunfante sobre el sepulcro.
De esta manera, la Creación es autora
de la Caída; mediante ésta vinieron la mortalidad y la muerte; y por Cristo
vinieron la inmortalidad y la vida eterna.
Si no se hubiera llevado a cabo la
caída de Adán, la cual trajo consigo la muerte, no hubiera sido posible la
expiación de Cristo, mediante la cual se obtiene la vida.
Su sangre expiatoria
Y ahora, en lo que concierne a esta
Expiación perfecta, realizada mediante el derramamiento de la sangre de Dios,
testifico que tuvo lugar en Getsemaní y en Gólgota. Y con respecto a
Jesucristo, testifico que es el Hijo del Dios viviente y que fue crucificado
por los pecados del mundo. Él es nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Rey.
Esto lo sé por mí mismo, independiente de cualquier otra persona.
Soy uno de Sus testigos, y en un día
cercano palparé las marcas de los clavos en Sus manos y en Sus pies y bañaré
Sus pies con mis lágrimas.
Pero en ese momento mi conocimiento
no será más firme de lo que actualmente es, de que Él es el Hijo Todopoderoso
de Dios, que es nuestro Salvador y Redentor, y que la salvación se logra por Su
sangre expiatoria y mediante ella, y por ningún otro medio.
Dios permita que todos andemos en la
luz, tal como Dios nuestro Padre está en la luz, a fin de que, de acuerdo con
las promesas, la sangre de Jesucristo, Su Hijo, nos limpie de todo pecado.
Se agregaron subtítulos; se actualizó el uso de mayúsculas, la puntuación
y la ortografía.
Ni ninguna mente mortal puede
concebir la plena importancia de lo que Cristo hizo en Getsemaní.
Los efectos de esa resurrección
llegan a todos los hombres, de manera que todos se levantarán de la tumba.
Detalle de “NO SE HAGA MI VOLUNTAD, DINO LA TUYA”, por harry
anderson © Pacific Press Publishing
Detalle de Tomás, el incrédulo, por Carl Heinrich Bloch.
Usado con permiso del Museo Histórico Nacional de Frederiksborg, en Hillerød,
Dinamarca.
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